Por Brenda Trujillo
Pensamiento al despertar:
Soy un relato y se lo contaré a mi sombra. Voy a leerme para percatarme de la fortaleza y ruindad de mi catástrofe y también para burlarme. Soy una obra de arte, tan pasional y destructora.
Anastacia ya no podía escribir. Parecía que estaba acabada. Que todo se había terminado. Creía que todas las oportunidades se las había otorgado la vida y ella las había desaprovechado, pensaba que los individuos más cercanos y hasta los más lejanos la apoyaron inmensamente e intensamente y en su desesperación, locura y éxtasis la pisoteo y arruinó.
Pese a todo, Anastacia sentía que una soberbia la seguía invadiendo, aquella característica suya que la condujo a ese camino de autodestrucción y placer, en el afán del goce inmediato y de poner en el altar su ello y su deseo, sobrepaso algunos de los códigos sociales más importantes en su entorno; ya no vislumbraba de manera certera las divisiones entre sus convicciones y la frase famosa que proclama “el fin justifica los medios”.
Ya sabía cuál fue su error; por un momento, se creyó dentro de la literatura, ella era un personaje, actuaba en el escenario de sus propias letras y relato, su realidad era una y la disfrutaba excesivamente, a cada sentimiento le agregaba ese dramatismo que se necesita en las películas y los libros. Sin embargo, de repente se introdujo demasiado en la imaginación y pasión del papel protagonista que representaba en su texto y la historia cambió, a Anastacia la dejó de dominar completamente la objetividad y se centró demasiado en su desgracia poética.
Hilando su realidad y ficción, la joven se encontraba en una habitación en un edificio, la vista era espectacular, se hallaba en una de las ciudades más demandantes del mundo: Nueva York. No recordaba cómo había llegado allí. Se asomó al balcón y respiró el aire fresco, agachó la cabeza y observó tumultos y tumultos de gente, el bullicio era muy lejano y ella estaba ahí; a lo lejos se veía el Central Park.
Tenía las manos llenas de sangre; regresó al interior de la recámara: imperaba el desorden; las sábanas revueltas, el tocador tirado, botellas de cerveza y vino acumuladas en un rincón, un cinturón café colgado en el lavabo, el espejo estaba impregnado de tinta negra con la siguiente inscripción: “Si sales del cuarto, no habrá opción que te guste, tú eliges”.
Anastacia sintió miedo; rememoró a un hombre con el que paso la noche ¿Quién era? ¡Claro! Su mejor amigo y amante y le contó la verdad, de cómo había huido ella de su país natal y posteriormente tuvieron una riña en la que se agredieron físicamente y posteriormente, tuvieron sexo y se reconciliaron… Pero había algo más, no recordaba, le confesó su secreto más íntimo, aquel que no sabía nadie y se había prometido llevárselo a la tumba… Con razón se había asustado…
La protagonista, atrapada entre la mundana realidad y su literatura, admitía, antes de dar el paso de tomar una decisión, que se había convertido en lo que ella no esperaba. Los libros del Marqués de Sade la educaron, cuando era pequeña ella leyó 120 días en Sodoma, Julieta y Justine, al inicio de cada libro advertían al lector que esos actos no debían ser confundidos con la realidad, ella fue formada para creerse capaz de cometer muchos actos, los que fueran necesarios para lograr su satisfacción, incluso sobrepasando normas y por encima de terceros.
Inevitablemente, Anastacia volvió a reflexionar: “La sociedad no está preparada para cierta clase de cosas y menos para alguien como yo”, se complació al pensar eso y escuchó unos golpeteos en su puerta. Se apremió. Corrió al sanitario, abrió la regadera y se dio una ducha rápida. No podía morir sin bañarse. Soltó una carcajada. Salió del cuarto de baño y los golpes persistían, solamente se puso ropa interior, todavía se dio el lujo de sentarse cinco minutos a la orilla de la cama y se bebió los últimos restos de vino que quedaban en una botella tirada. Seguía embriagada de una noche anterior.
-Hay que forzar la puerta- exclamó una voz masculina.
Anastacia se asomó al balcón, sintió un poco de vértigo, pero no temía a las alturas, se trepó y aventó. Caía y caía, parecía eterna; por otro lado, sus ojos se esforzaban por abrirse, pero le costaba; instantáneamente los abrió y sintió una explosión dentro de su cabeza. Todo tranquilo. Sentía su cuerpo en una superficie blanda, entre relajado y aliviado, volvió a abrir los ojos y los cerró de inmediato con una ligera sonrisa. Realmente no sabía que ocurrió.
Pensamiento al cerrar los ojos:
La dosis de realidad y ficción siguen debatiéndose en mí. ¿La vida debe poseer dotes de tragedia para que tenga gran valor? ¿La encaminé de esa forma para creerme un personaje de la literatura? ¡Pues que creencias las tuyas!